miércoles, 7 de octubre de 2015
Día de ver la belleza interior
Estaban en la calle, hablando —cuenta el viejo escritor de Florida—. Ella era morocha, jovencita, linda a base de juventud nomás. Tenía el pelo lacio y largo, agrupado en mechones húmedos, como si se hubiera bañado recién. Él tenía su edad, flaquito, dicharachero. Se debían haber cruzado de casualidad; el sostenía una bicicleta mientras hablaban. Pero eso no importa. Importaba la mirada de ella, la forma en que irradiaba felicidad por la presencia de él. No sé si el chico se daba cuenta, pero yo sí. Esa mirada... había tanto anhelo, tanto pedido mudo. Entonces volví a casa, con la parejita en la cabeza, en la punta de los dedos. Lo iba a escribir, aunque no supiera dónde calzaría aquello.
Y no pude. Escribí uno, seis, veinte borradores, y nada de lo que hiciera dejaba ver aquello que ni el chico veía, pero yo sí. Me quedaba en los mechones húmedos, en la mirada; pero la cosa, la cosa en sí que encerraba el misterio, la fecundidad de la escena, se escapaba entre las palabras.
Vine al bar esa tarde, sin cerrar nunca esa escena. Desde entonces, no he vuelto a casa.
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