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-¿Eto? -pregunta, subido a la escalinata.
-Un monumento.
-¿Eto?
-El escudo.
-¿Eto?
-El sol.
-¿Eto?
-Laureles.
-¿Eto?
-Un gorro frigio.
Mientras me pregunto si no es "el" gorro frigio, el interrogatorio continúa. El dedo señalador pasa de un detalle a otro. Voy respondiendo como en un concurso y él asiente, siente el poder que viene con cada nombre, cada pedacito de universo que cobra entidad al nombrarlo.
Saber el nombre de algo da cierto dominio sobre lo nombrado. Será por eso que le ponemos nombre a los hijos y no esperamos a que lo elijan por sí mismos.
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