viernes, 26 de junio de 2020

Ser leproso

Nuestra vida social, al menos en el aspecto geográfico, es como un péndulo que va y viene de sociedades que encierran al otro, a sociedades que se cierran al otro. 
A donde vamos, nos obsesiona delimitar un afuera y un adentro. No tiene nada que ver con las paredes, cercos o alambrados. Eso es para los animales, los perímetros que nos separan son mentales antes que físicos.
No está mal, eh: la existencia de una barrera es la solución de la naturaleza al problema de controlar los intercambios de energía. Miren las estrellas ¿cómo se organizan? Por acreción ¿Qué les pasa? Explotan.
Si ponés una bacteria en un medio muy salado, sufre un shock osmótico, toda su agua sale eyectada hacia afuera. Explota.
Quiero decir que sin adentro-afuera no hay vida. Otra cosas es que las sociedades tengan que tener los privilegios de un ser vivo. Que tengan que tener un afuera y un adentro de donde regular intercambios, es una idea francamente novedosa.
Para nuestro imaginario europadependiente, el caso pluscuamperfecto de la segregación es el leproso.
Y es especialmente caro a la simbolización desde que el leproso mismo es, no sólo el denominador del todo que lo excluye, sino un espejo de aquella sociedad que lo aparta: las costras que se van desprendiendo de su piel son al enfermo lo que el enfermo al resto de la gente.
Y así como el leproso no pierda nada de su condición mórbida con la pérdida de la parte más afectada, tampoco lo hace la sociedad.

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