jueves, 2 de abril de 2020

Comer pan y queso

A estas alturas, quedan pocos lujos accesibles de manera responsable. Como en las cárceles, con suficiente plata todo se consigue. Esta certeza empuja en algunos el desprecio por la prudencia y la cautela.
Nosotros que sabemos que no es así, que conocemos los límites del poder del dinero, o que tenemos un limitado poder adquisitivo, tenemos en cuenta la realidad y no buscamos heladerías ni reñideros de monos. Como tampoco somos partidarios del ascetismo, y no creemos que se extraiga ningún valor moral de la privación en sí, queremos sentirnos bacanes aún en medio de la peor conflagración.
Bacanes y por qué no privilegiados.
Hay varias maneras de lograr esto, no demasiadas, pero sí suficientes como para darle un toque personal. En este caso, algo que parece tan básico, y elemental, se convierte gracias a la debida apreciación, en un ritual de sibarita.
Cada uno tiene su versión preferida, ya sea el pan cascarudo que sólo hacen las panaderías antiguas, o la crujiente baguette, los criollitos que desparraman migas, o hasta esos panes hippies de masa madre. Y los quesos, suaves, picantes, duros o cremosos. Cada pan y cada queso es una masa orgánica, aromática y tectónica particular por separado. En cada bocado se hace magia.
Un lujo.

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