miércoles, 16 de diciembre de 2020

Poner apodos

Los apodos son una costumbre denigrante, pero también son una forma de homenaje. El universo de los apodos tiene su raíz en la escuela. Ignoro si los Jesuitas, que inventaron la escuela en su forma moderna, instituyeron esta costumbre de manera intencional, o era una de esas cosas que pasan de generación en generación de niños, sin pasar por los adultos, como ciertos mitos, y ciertas rondas.
Piénsese que ya en el antiguo testamento se utiliza el cambio de nombres como parte de los ritos iniciáticos. Al tener una nueva identidad, se anulan los vínculos del individuo con su antigua comunidad y se lo incluye en otros lazos que por haber dejado atrás los anteriores de una manera radical, son ahora su único sostén.
Yo creo que los abusos que se cometen al poner apodos, y el hecho de que actualmente sean una herramienta funcional a la estratificación de los grupos, no tienen que confundirnos. Los apodos son una potencia esencialmente liberadora, generadora de caos. Son máscaras, no capuchas. Y quienes siempre se oponen a las máscaras se oponen a todo lo que sea fiesta. Son los de la cantinela de "libertad-libertinaje". Los chupacirios, los perro-del-hortelano-agarramela-con-la-mano, los incojibles, los manguera pinchada, los techo-de-rancho, los mendigo sin suerte.
No los escuchen.

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