viernes, 4 de septiembre de 2020

Dar explicaciones

Churchill decía que no había que explicar ni lamentarse. Como buen psicópata de fuste, hacía una filosofía de su biografía moral. Pero es cierto que las explicaciones tienen ese tufillo de mala conciencia que les da mala fama y las fué convirtiendo en una costumbre del pasado. Y el pasado siempre es torpe, bestial y pobre.
Lo cierto es que la didáctica me ha sido siempre ajena. Me subleva que las cosas no se intuyan por su propia evidencia. Es hora de entender que esto es también una barrera.
Explicar puede que no sirva para nada, pero también puede que de algo sirva.
El primer efecto sensible, es que en cuanto uno explica, se pone en deuda, porque gracias a Aristóteles siempre arrancamos avisando qué vamos a decir. Supongo que acá hay lugar para que la práctica permita abreviar ese paso, resumiendo la explicación en una acción directa.
Lo segundo es que aprendemos: aprendemos de la manera más dura que no sabemos lo que hacemos. Lo que pensamos que hacemos es una fantasía. Eso nunca pasó.
Después de haber dado explicaciones, sobre todo si resultaron "satisfactorias", uno se encuentra como vacío, esa clase de vacío que se siente al descender en una montaña rusa. Una ingravidez que seguramente viene de haberse contorsionado para poder verse y representarse.
Y también, seguramente, deber ser que uno se sacó las ganas en el camino.

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