martes, 15 de septiembre de 2020

Lavarse las manos

La especie está condenada desde que las acciones más útiles al bien común, como la delación, la fuga y la delegación de responsabilidades son el summum de lo despreciable. No hay nada que pueda hacer la educación, el folklore es soberano. Lo que en el idioma de la infancia es motivo de burla, jamás será honorable en la madurez.
La única explicación posible es que la religión cristiana evolucionó para destruir a la sociedad. A Judas, un arrepentido, tal vez un espía, lo volvieron el mismo enemigo. A Pilatos, que le dió poder al pueblo, lo pintaron de pusilánime. Y que la gente haya terminado por aceptar esta manera de ver las cosas, un síndrome de Estocolmo que mamita querida.
Bien se sabe que cuando se toma una decisión que afecta a los demás, nadie queda contento, siempre hay quejas. Y es lógico, porque decidir por los demás está mal.
Pero los filósofos, desde Sócrates hasta Sartre se la pasan fustigando a los que quieren ser algo menos que tiranos. Seguramente los pensadores nunca dejan que sus actos bajen de la categoría de la epopeya.
Ahora se puso de moda en los manuales de autoayuda esa muletilla de "soltar", "aprender a delegar", se vuelve más sospechoso el olvido del arte de lavarse las manos. No hay misterio en eso: lo que nos quieren convencer es de sacarnos de encima los que nos conviene, pero dios no permita que dejemos de pagar por todo.


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