sábado, 8 de agosto de 2020

Esperar un milagro

Los ateos de origen somos muy de guardar un fondo de envidia a las personas creyentes. No sólo a los religiosos, sino a los que viven con la certeza de un orden fundamental, en una razón última que responda del estado de cosas que nos toca.
Intuyo que los descreídos de cualquier culto no sienten lo mismo, porque ya pasaron por la vivencia de las certezas, y algo hizo que las abandonaran. Nosotros no podemos asegurar que fuéramos a hacer lo mismo: simplemente ya empezamos a pensar desde la premisa de que hasta las leyes fundamentales de la física son las que son por una especie de lotería.
Sobre todo la idea de que haya una voluntad atrás de todo tiene un atractivo comprensible, porque cuando decimos voluntad pensamos en un ser accesible al deseo: si alguien tiene voluntad, es que quiere algo, y si quiere algo, se puede negociar. 
No porque los humanos tengamos algo que ofrecer más que bellas palabras, sino porque justamente todo lo que sea negociable, entre dentro del campo de acción preferido de las palabras.
Nosotros, que no estamos en condiciones de pedir nada, sabemos que algo nos estamos perdiendo. La plácida resignación que tanto nos cuesta alcanzar no se compara con la promesa sustancial de la intervención divina, la salvación, o incluso de la fatalidad.
Y como la envidia nace del fantaseo, vuelve a su origen. Ya que no tenemos soluciones para las cosas tangibles, quisiéramos que las ideas respondieran a una voluntad, a una voluntad que se pueda comprar con la oferta adecuada, que se pueda mover con alguna palabra clave.
La voluntad no es un perro que viene cuando lo llaman.
Lo sabemos, pero de todas maneras nos gustaría esperar un milagro.

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